Muchos sabéis que tengo gustos muy dispares y que basta con que algo se me resista para que me empecine en seguir por ese camino y demostrar que todo se puede superar con un poco de tesón. Por esta razón, a veces me embarco en alguna locura, aunque, en otras ocasiones, es mi exceso de prudencia el que me priva de alguna interesante experiencia.

Siempre bromeo con mis «traumas» y mi «indecisión», porque hay que tomarse la vida un poco a risa o si no, apañados estaríamos. Mi pasión por los idiomas me viene de muy chica. Empecé a recibir clases particulares de inglés con tan solo tres añitos, de modo que a los 10, podría decirse que mi nivel de inglés era superior al que cabría esperar de una alumna de sexto o séptimo de EGB. Era yo por entonces un ser introvertido y con gran sentido del ridículo, pero al mismo tiempo una niña modosita y muy obediente. Nuestro profesor de inglés era un tipo corpulento con gafas de pasta, de aquellos a los que la panza les rebosa por encima de allá donde correspondería llevar el cinturón. Era la última semana del año y también el último día de clase y se le ocurrió despedir el curso cantando un villancico, Silent night (nuestro Noche de paz). Haciendo uso de lo que me atrevería a calificar de escasa psicología infantil, propuso que llevara yo la voz cantante. Vanos fueron mis intentos de advertirle que cantaba muy mal. «Que no seas tímida, Martita –inciso: y digo yo, ¿por qué casi todo el mundo me llama, desde siempre, Martita?-. Solo tienes que cantar primero y el resto de tus compañeros te seguirá». Yo le insistía, con voz temblorosa, que no era una buena idea… pero nada. El corazón se me salía del pecho de la angustia y entonces, desafinando como jamás podría haber imaginado mente humana, no logré pasar de Silent night, holy night… porque una voz contundente me interrumpió sugiriendo: «Marta, casi que lo dejes…». Acto seguido, la carcajada general de mis compañeros de clase hizo que me sintiera aún más pequeñita y desde entonces, comprenderéis que, cuando alguien insiste en que cante, me muestre un pelín reticente. En el fondo, es altruismo puro…

Retomando el tema de las decisiones, algunas se toman de forma impulsiva y otras in extremis, tras sopesar todas las opciones disponibles. Call an audible es una expresión que se utiliza precisamente cuando se toma una decisión en el último momento tras sopesar todas las opciones y obstáculos por sortear, y que suele conllevar un repentino cambio de planes. La expresión proviene del fútbol americano, cuando el mariscal de campo observa la alineación defensiva y grita una nueva jugada al equipo (decisión que toma en el último momento).

EJEMPLITO AL CANTO (Blue Bloods):

Contexto: Frank y Erin tienen pensado salir a cenar juntos, pero en el último momento, Frank cambia de opinión y opina que es mejor cenar en casa.

Frank: Well, I thought we could have dinner here.

Erin: Oh. Okay.

Frank: Look, I called an audible. I don’t think it’s a good idea for you and me to be out on the town.

Erin: But you had nothing to do with me being assigned to this case.

Frank: Pues he pensado que podríamos cenar aquí.

Erin: Ah, vale.

Frank: Verás, he cambiado de opinión en el último momento. No creo que sea buena idea que tú y yo salgamos por la ciudad.

Erin: Pero no tuviste nada que ver con que me asignaran el caso.

Me considero una persona relativamente humilde y conocedora de mis limitaciones, pero también opino que, aunque no des la talla a priori para dedicarte profesionalmente a algo, no hay que descartarlo si de verdad te ilusiona aprenderlo, pues el saber no ocupa lugar y algún beneficio extraerás de su aprendizaje, así que, aunque hace muchos años, en una escuela de doblaje de cuyo nombre no quiero acordarme, me dijeron «Dedícate a otra cosa, bonita», ¡he empezado mis clases de locución y doblaje y estoy emocionada! Así que, en el último momento, he tomado la decisión leeros esta entrada y empezar a practicar, así que espero que no seáis muy duros porque todavía estoy aprendiendo.

Hasta la próxima.

 Marta

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