Hace más de cuatro meses de mi última entrada y no he querido refrenar mi impulso de remediarlo con esta palabra que tiene un especial significado en mi trayectoria como traductora audiovisual –no aventuréis nada extraño, que ya os estoy imaginando con cara de espanto o de picardía–. Y es que no sé si me estoy haciendo viejecilla a un ritmo más acelerado últimamente pues me afloran cuantiosos ramalazos nostálgicos y paso repaso a mi vida con frecuencia.
Mis inicios en el mundo de la traducción fueron en el ámbito jurídico y económico para aprovechar los recursos y el contexto en el que, por aquel entonces, me movía como pez en el agua, ya que como licenciada en Ciencias Económicas que llevaba varios años simultaneando los estudios con un trabajo a tiempo parcial en un bufete de abogados inglés, estaba en contacto con documentación de este tipo en ambos idiomas. Sin embargo, un día llamó mi atención un anuncio en prensa con el que buscaban «traductor audiovisual», previa prueba de traducción. Yo me hallaba en pleno proceso de selección con grandes posibilidades como secretaria y traductora jurídica en otro bufete, pero aquello me sonó tan atractivo y exótico, además de que la empresa estuviera ubicada cerca de casa, que llamé y me convocaron para una prueba. Siempre he apostado por una formación multidisciplinar y he de confesaros que mi habilidad ofimática ante un contratiempo durante la prueba les causó tan buena impresión o mejor que mis virtudes como traductora que me dijeron al instante que el puesto era mío, si superaba la corrección de la prueba. Y así fue, y la decisión entre aceptar el puesto como traductora jurídica o audiovisual me fue sumamente fácil… Nunca me he movido por el dinero, you know what I mean.
Y todo este rollo para deciros que empecé traduciendo el talk show que presentaba Conan O’Brien, Late Night. Con él empecé a empaparme del sentido del humor americano y a coger experiencia a pasos agigantados en el mundillo de la traducción audiovisual, al tener que buscarme la vida para resolver los constantes chistes y trasladar al español con la pertinente adaptación cultural sus jocosas alusiones y referencias a su entorno. Pues bien, igual que a los más peques el «caca, culo, pedo, pis» les provoca una risa incontenible, a los adultos parece que los temas relacionados con el sexo son continuo motivo de chiste y en ese programa precisamente, fue donde me apareció por primera vez esta palabreja: «queef», que nada tiene que ver con «quiff», ese tupé característico de los años 50 como el que luce John Travolta en Grease. «Queef» sería sinónimo de «pussy fart», o sea, de lo que se denomina pedo vaginal, flatulencia vaginal o ventosidad vaginal, y es ese gas que se escapa durante el coito y que se produce en la vagina durante el mismo como consecuencia de la pérdida de tono muscular en las paredes vaginales. Lamentablemente, no he conseguido localizar el fragmento del programa en el que aparecía, pero se explica por sí misma.
Hoy no voy a acabar con ningún chistecito sino poniéndome seria un instante. No voy a entrar en pormenores jurídicos pues carezco de formación al respecto ni en emitir juicios de valor personales contra los jueces, pero en vista de la famosa sentencia de La Manada –que lo que sí deja claro es que algo falla en el sistema legal y en la sociedad–, me gustaría hacer énfasis en la importancia de una educación sexual sana, sin tabús, pero con respeto y con tolerancia cero hacia los abusos sexuales, agresiones sexuales, violaciones o llámese como se quiera… Es decir, por favor, que una cuestión semántica no minimice los comportamientos aberrantes de, por suerte, una minoría de hombres, pero que debería reducirse a cero.
MBJ
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